No me gusta mucho el truco. Muerte a los mercachifles. El capricho es la corrupción de la juventud. Envido envido.
por Ariel Caravaggio
Odio admitirlo porque es poco argentino, pero no me gusta mucho el truco. Cuando mis amigos se entusiasman y tiran los reyes, en general me quedo en la cocina revolviendo ollas, lavando platos o preparando otro fernet.
-Jueguen ustedes, que son pares -me excuso. Pero cuando conmigo completan 4 o 6 no me niego. El capricho es la corrupción de las juventudes. Pongo la mejor cara y me entrego a esa ceremonia de naipes, gritos, amenazas y engaños que seguro en ningún país sajón existe.
No sé bien por qué no me gusta tanto el truco. Por ahí porque siempre me costó recordar los valores de las cartas, me hago matete con los anchos de copa y oro, las sotas, los reyes.
O por un traumilla de la infancia: los cumpleaños en la casa de mi padrino.
Después de las empanadas, el asado y el café con whisky, mi viejo, mi padrino y los otros descendientes de tanos se ubicaban en la punta de los tablones con caballetes mientras las mujeres se recluían en quehaceres domésticos o perseguían infantes.
Los hijos de mi padrino, cuatro varones, más cerca de Tarzán que de la sobreprotección a la que me sometió mi vieja, salían al patio a revolearse ladrillos y escupir mocos mientras yo intentaba pasar desapercibido.

Para la hora del té inglés mi vieja ya se hinchaba las tetas, yo corría riesgo de ser linchado por una horda de Chukys y los hombres recién calentaban motores para arrancar otra ronda.
Una cosa que me pone nervioso del truco es que si decís muchas veces palabras como envido, la cagás. Un espejito rebotín con consecuencias nucleares.
Esta semana cumplí 37 y me animo a sostener, como en el truco, que son mejores. Mejores que los 36, que los 35, que los 26, que los 20, que los 18.
No sé si los 2 o los 5, cuando lo que te hace llorar es la desesperación por comer otro churro de Manolo con tu papá y mamá en la rambla de Mar del Plata, en lugar de la ausencia de un amigo que te hace falta para brindar.
Pero sí que el resto de la lucidez o la adultez. Son mejores, 37. Treinta y siete son mejores porque tiro por la borda el capricho de no jugar al juego que me desagrada.
Porque a cada gota de estrés, de incertidumbre o terror le aplico mafia: paro la pelota, miro alrededor, disfruto un vaso de soda servido de sifón, pegoteo los labios en la frente de mi viejo, estrujo el abrazo con el amigo, recorro con parsimonia la espina dorsal de la mujer que me despierta.
Treinta y siete son mejores, viejo.
Me importa un comino, un rábano, un pepino; me chupa la pija la opinión de los mercachifles, los odiadores, los que se preocupan más por encontrar los huecos en la fe que por multiplicar la doctrina social, amorosa e inclusiva del mejor Papa de todos los tiempos.
Palabra de agnóstico: militar la incredulidad tiene más de insensato que de cagón. Dice nuestra biblia gauchesca: no está la prudencia reñida con el valor. Tampoco la esperanza. Los quiero mucho.